lunes, 26 de julio de 2010

volver.


Se enfrentó a un lienzo
Con aquellos ojos vidriosos y la sonrisa del que no ve
Sólo mira...
Quiso pintar el mundo y creer
Pero había olvidado el color
Quiso cantar al viento
Pero no recordaba la canción
Y sin embargo, aun sin recordar,
Era uno de los regalos bonitos de la vida.
Y así, sin darse cuenta, volvió a ser una niña.

viernes, 16 de julio de 2010

Mi abuela tiene cabras pero a mí me gusta mucho pintar, más que las cabras.


Curiosa conversación la de la mesa de al lado. Una familia ha adoptado a una niña saharaui y le preguntan por su vida allí. Ella tendrá unos 5 o 6 años y ya ha estado antes en España, se desenvuelve sin miedo, le faltan dos dientes de leche, las dos paletas, pero muestra esta carencia constantemente. Ríe y le brillan los ojos. Los labios grandes y el tono de piel muy oscuro. Les explica que su madre no tiene cabras pero que su abuela sí. Come un helado de chocolate, mientras les hace entender mediante gestos que en el Sahara el chocolate cuesta mucho dinerito. De su cuello cuelgan muchos collares de diferentes colores, todos muy mal combinados basándonos en la moda superficial pero que concuerdan perfectamente con la edad y vitalidad de la niña. Quiere la moto de papá, del papá de su familia de adopción. Su nueva hermana le responde que la moto de papá es suya y que el Sahara también es suyo, todo es suyo. La niña se limita a reír entre dientes y a negar tímidamente con la cabeza. ¿Qué pensará? Me preguntó yo. (Quizás piense que su hermana es tonta por creerse en posesión del Sahara, ni siquiera es de ellos) La gente que está comiendo conmigo habla, quizás de lo mismo, no lo sé, hace tiempo que estoy perdida en los movimientos de la pequeña, me sorprendre. Estamos comiendo en un restaurante vietnamita, dos familias españolas y una niña saharaui. Me siento, más que cotilla, curiosa y me alegro de estar escuchando cuando llega el siguiente comentario. Tienes que ir a la escuela el lunes le dicen. ¿Qué? Grita ella riendo. No lo entiende. Tienes que ir a la escuela. Otra vez : qué. No a la escuela no, les aclara a las niñas españolas la única adulta de la mesa, que al parecer es una niñera. Probar con trabajar les dice. Tienes que ir a trabajar a la escuela. Comenta la más mayor de las niñas orgullosa por su clara definición. Ya entiende, afirma con la cabeza. ¿Sola? Pregunta con un acento extraño. Sí, sola. Sigue bailoteando y jugando con el helado de chocolate. No parece importarle. Pero vas a pintar y a la piscina le explica también con gestos. Pintar, eso ilumina su rostro, pintar le gusta. Hace gestos con las manos como si pintase el mantel y canta, quiere pintar, sólo eso. A trabajar, la niña había entendido el término trabajar y no el de escuela... trabajar pienso. Seis años. Después le obligan a contar en español y es capaz de contar hasta quince, magnífico, no puedo evitar sonreír y, sin embargo, sigue sin comprender del todo eso de la escuela.

jueves, 8 de julio de 2010

Automaltrato.


Sudaba. Era una noche de verano, estaba corriendo sola y sudaba. Estaba huyendo de ella misma. Mientras corría se quitó todas las pulseras, la camiseta, los zapatos, la goma del pelo...Cada vez iba más deprisa, como si al liberarse de todas esas cosas banales pesase menos. Sus pies a penas tocaban el suelo, el pantalón, la ropa interior, todo quedaba atrás. No era una escena idílica, no tenía un cuerpo esculpido ni corría por la playa. Corría por el asfalto de las calles vacías, alumbradas por las farolas indiferentes. Huía de su pasado, presente y futuro, de aquella ciudad, de la gente. Huía de la persona en la que se había convertido, de los ruidos, de los gritos. LLoraba, nada tenia sentido. Cada vez pisaba más fuerte y notaba como sus piernas retumbaban pero no importaba. Luchaba, por una vez. Su corazón latía cada vez más, más rápido, más fuerte, más ruidoso. Y entonces despertó. Abrió los ojos y allí seguía, sentada en aquel sofá mullido que conservaba la forma de su trasero. Sentada en aquel salón mustio al que a penas le llegaba la luz. Se frotó un poco los ojos para poder ver los mismos visillos de siempre, los que odiaba en casa de su padre y ahora también en su casa. Aquellos visillos que precisamente no dejaban que entrase el sol por las ventanas. Se levantó silenciosa, arrastrando los pies por el pasillo como de costumbre, se quitó las pulseras, los zapatos, la goma del pelo... Abrió la puerta cuidadosamente y se fue para siempre.