
Sudaba. Era una noche de verano, estaba corriendo sola y sudaba. Estaba huyendo de ella misma. Mientras corría se quitó todas las pulseras, la camiseta, los zapatos, la goma del pelo...Cada vez iba más deprisa, como si al liberarse de todas esas cosas banales pesase menos. Sus pies a penas tocaban el suelo, el pantalón, la ropa interior, todo quedaba atrás. No era una escena idílica, no tenía un cuerpo esculpido ni corría por la playa. Corría por el asfalto de las calles vacías, alumbradas por las farolas indiferentes. Huía de su pasado, presente y futuro, de aquella ciudad, de la gente. Huía de la persona en la que se había convertido, de los ruidos, de los gritos. LLoraba, nada tenia sentido. Cada vez pisaba más fuerte y notaba como sus piernas retumbaban pero no importaba. Luchaba, por una vez. Su corazón latía cada vez más, más rápido, más fuerte, más ruidoso. Y entonces despertó. Abrió los ojos y allí seguía, sentada en aquel sofá mullido que conservaba la forma de su trasero. Sentada en aquel salón mustio al que a penas le llegaba la luz. Se frotó un poco los ojos para poder ver los mismos visillos de siempre, los que odiaba en casa de su padre y ahora también en su casa. Aquellos visillos que precisamente no dejaban que entrase el sol por las ventanas. Se levantó silenciosa, arrastrando los pies por el pasillo como de costumbre, se quitó las pulseras, los zapatos, la goma del pelo... Abrió la puerta cuidadosamente y se fue para siempre.